martes, 15 de marzo de 2011

La nariz grandilocuente.

Sorprendentemente, tuvimos una cita. Diría que fue la segunda pero… Estaría mintiendo, ya que a duras penas recordaba como le había conocido.

Quedamos en una no muy concurrida (y menos en domingo) cervecería cerca de mi casa. (Sí, otra vez, cerca de casa. Como se dice en mi tierra… “al barri hi ha de tot”)

Le analicé. A penas le recordaba.

Tenía el pelo más o menos largo, negro y alborotado. Unas cejas pobladas, bajo las cuales se plantaban dos ojos marrones no especialmente bonitos, pero con unas pestañas que hubieran servido a Tarzán de liana. Una nariz algo grande que le daba un toque cómico y también interesante a su aspecto; de hecho, me dijo que se sentía orgulloso de tenerla así porqué de mayor quería ser un abuelo de nariz grande, le parecía una idea genial. Seguí investigando y vi una barba mal afeitada y junto a esta, un gran lunar en una de sus mejillas. Y para terminar, unos labios de niño pequeño que formaban, cada vez que sonreía, adorables hoyuelos en los cachetes.

Me pareció un chico fantastibuloso, grandilocuente, gracioso, inteligente y, además… ¡¡Olía bien!!

Cualquier otra mujer hubiera pensado que algo malo se escondía debajo de tan fantástica persona. Sí, cualquier otra mujer, cualquier otra… Menos yo. No lo hice y me dejé enzarzar por tan dulce historia.

Era músico, un músico genial. No tenía muy buena voz, pero se lanzaba ante cualquier reto musical, lo que le hacia tan interesante como gracioso.

Me daba la sensación de que tenia ganas de agradar, de sorprender y más que nada de flirtear. Como dice mi abuela, me pretendía, y eso era evidente.

Lo cierto es que la conversación no debió ser especialmente interesante. No sabría como explicarlo pero creo que no podría citar ni un solo tema que se planteó en aquel coloquio de domingo noche. Estaba estudiándole y cuando hube terminado mi tesis me retiré a flotar anímicamente por el bar.
De todos modos, y hago un inciso, ahora que relato esta historia me pregunto qué opinión debí causarle en ese primer encuentro, pues no parecía una chica inteligente, más bien lo contrario, una bobalicona babeante fácil de engatusar. Y no lectores, no, no es así como me defino de manera habitual.

Me besó una vez y me dio la sensación de que la gente nos miraba envidiosa. Exacto. Me dio la sensación. El pseudoamor es una droga muchísimo más fuerte que el amor, y como férrea postadolescente, consumí demasiado del desconocido alucinógeno.

Me acompañó al portal. Volvimos a besarnos. Fue precioso.
Perdón. No, no lo fue. Fue vacío, pero tenía tantas ganas de que así fuera que rerecordé aquel beso durante horas antes de irme a la cama.

Era cierto. Era pseudoamor, incomprensible y vacío de significado.

Me había atrapado.

Sin saber cómo, ahí estaba yo. En ese estado. En el limbo del idealismo. Empanada, atontada, apollardada.

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. El pseudoamor, que gran enemigo, y que dañíno puede ser, te hace embalarte, y chocarte sin que apenas salte el airbag!!

    ¿Cómo continua esta maravillosa historia?

    ResponderEliminar
  3. yo tambien quiero saber como continua!
    me a encantado este blogg! sguenos!
    http://hoyvamosacomernoselmundo.blogspot.com/

    ResponderEliminar