sábado, 5 de marzo de 2011

Lo anterior al inicio.

De vuelta a Ciudad Manzana me planteo cuántas cosas extrañas me han pasado en la capital desde mi rural llegada. Cuántas personas he conocido. Cuántas cosas he aprendido y, para bien o para mal, aprehendido también.
Caer en una espiral rutinaria no entraba dentro de los planes de mi joven e inexperta aparición madrileña. De todos modos, como nueva en el centro de cuan hermosa ciudad, debía entrar en ese juego de la metrópolis, en ese vaivén monótono, combinación interminable de olor a metro, cafés rápidos, cigarrillos que se declaran más veloces que este trayecto en AVE y estrés universitario; todo ello fundido en una especie de sabor a agridulce amargura. Por qué... ¿A quién no le gusta autoproclamarse estresada y ocupada madrileña (de acogida)?
De todos modos, mi (de momento) corta estancia en la Capital me ha permitido el lujo de conocer a cantidad de personajes, gente variopinta, y en algunos casos tan atormentada como interesante.
Conocí a mi primera pareja de Chotis (baile típico de Madrid, ¿lo pilláis?) en el metro (larga vida al transporte público).
Lo cierto es que aquella fue una historia tan surrealista como corta. El chico desapareció en un mes. De todos modos, la experiencia me hizo APREHENDER (sí, aprehender) que nunca encajaré con un chico con mocasines. No, no bailaba el chotis, pero su estilismo recordaba al de Aznar, personaje político que me repugna en lo más hondo de mi alma.
Dejando de lado el triste episodio del de los terroríficos zapatos, no puedo pasar de puntillas mis largas noches de embriaguez. Me permitieron conocer al hombre que probablemente me ha marcado más en mi tardía adolescencia en materia de pseudoamor, y junto a él, una nueva palabra, autoveto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario