lunes, 7 de marzo de 2011

Lo anterior al pseudoamor

En aquella, ahora lejana, tarde de octubre, mi parcial de Romano resultó lo esperado. La operación aritmética que había tomado como cantidades mis horas de estudio y mi interés por la materia auguró un absoluto suspenso que no llegó a la calificación en números negativos por el amor propio de la profesora.
Una vez recorrido el 50 por ciento del mapa de Madrid, me planté en mi casa con muy poca moral para seguir estudiando llegando a esa conclusión que se aparece alguna vez en la vida de cualquier universitario primerizo. ¿Realmente valgo para esto?
Con la alegría de una tortuga (alegría mínima) arrastré mis pies penosamente hasta la cocina. Judías semicrudas salteadas con jamón de Orco. Fantástico. Mi ausencia de felicidad interior se hizo evidente al resto de comensales, y cuando me hube retirado a mi cuarto (un cuarto que por aquel entonces parecía más un trastero que un aposento) una de mis más muy amigas, férrea compañera de parrandas, me ofreció salir a darnos un “voltio”, primitiva palabra para referirse a “cogernos una cogorza de narices”.
Resignada, asentí. ¿Qué más podía hacer? Se le salían los ojos de la órbita.
Terminamos perdidas en un abarrotado local de Madrid, próximo a mi casa, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Probablemente ya despreocupadas por nuestro abominable aspecto y con ganas de perder los pies en aquel cuchitril, avanzamos como lagartijas hasta el fondo de la sala, donde en verdes pantalones y hortera camiseta se alzaba un hombre, con más cara de niño que otra cosa.
No recuerdo muy bien la presentación, pero dado nuestro estado etílico diría que no fue muy formal.
Debí haber decidido en ese mismo instante que aquel chico era cualquier cosa menos conveniente. Empezó a flirtear con mi compañera de juergas hasta que ella le dio calabazas. En ese preciso instante, vino a mí. Lo cierto es que no estoy mal, pero no debí parecerle lo suficientemente resultona al principio. (Hecho que me ha costado meses admitir)
Existe un vacío temporal en mi mente para lo que sucedió durante unas cuantas horas, pero no tengo ninguna dificultad en recordar que desperté junto a un chico, hasta aquel momento desconocido, o, cuanto menos, algo borroso.
Intenté recuperar alguno de los recuerdos tardíos de la noche anterior, pero la mayoría presentaban a los personajes como testigos protegidos, así que pensé que era mejor dejarlo estar, asimilar la situación y tomar una decisión.
Cierto es que no tuve en cuenta el pequeñísimo detalle de que vivo en una residencia de estudiantes, y mientras yo echaba a Raúl (así se llamaba el protagonista masculino de esta historia) al balcón, la señora de la limpieza irrumpió en mi habitación, creando así una tan cómica como tensa situación propia de una serie como Friends.
Mi balcón conecta con las dos habitaciones contiguas y Raúl entró escopeteado y medio en pelotas en la habitación de al lado. Conseguí que se marchara sin armar mucho más escándalo del ya existente (y con pantalones, por supuesto) aunque no sin antes darme su número de teléfono y convertirme en “la leyenda” de la resi durante varias semanas.
Lo que sigue a esta graciosa anécdota no es más que una espiral de confusión que demuestra que el silencio, en ocasiones, es tan mal consejero como compañero.

4 comentarios:

  1. Una anécdota deliciosa que he leído con vivo interés. Memorias post adolescentes... así que esta es la temática de este blog. Es una temática que puede llegar a ser muy adictiva. Por otra parte, debo decir que la estética del blog me agrada, me parece muy sencilla, pero de muy buen gusto. Este verde tan femenino, sereno, tranquilo, transmite paz e invita a leer las entradas.

    ResponderEliminar
  2. cuentame mas, mientras espero al resto del 7º de caballeria troll que no debe tardar mucho.

    PD: te hago el mastil y la pole

    ResponderEliminar